obligatorio en mi país. Por consiguiente, no sé lo que es el horror de
una escena real de combate, el estruendo de los cañones, el repiqueteo de las
ametralladoras o el estrépito destructor de los bombardeos. Pero sí sé lo que es
oír, y de muy cerca, el silbido de las balas pasando por encima de mi cabeza.
Como sanitario, tenía que asistir con el equipo de socorro a los ejercicios de
tiro en el campamento de instrucción militar. Un día, el capitán de la compañía
me dijo: “Puyol, ven conmigo a la trinchera, vas a oír el silbido de las balas”.
Y así fue, metidos en aquella zanja de dos metros de profundidad que se había
excavado cerca de las dianas, oíamos silbar las balas por encima de nuestras
cabezas. Era impresionante, cortaban el aire generando un ruido característico
muy agudo, incomparable y amenazador pero, en aquella ocasión, en ningún
modo peligroso. Estábamos protegidos por la trinchera.
Cuando el salmista dice: “No temerás al terror nocturno ni a la saeta que
vuele de día” (Sal. 91:5), entonces no había armas de fuego que tirasen balas;
había oído, sin duda, más de una vez, el silbido de las flechas pasando por encima
de su cabeza, y había experimentado la protección y el refugio que supone
para un creyente vivir al abrigo del Altísimo, bajo la sombra del Omnipotente,
protegido por el escudo de la Providencia. Detesto cualquier instrumento que
pueda producir la muerte. Detesto la guerra y preferiría no tener que participar
en ella, pero si tuviera que hacerlo, lo haría en el cuerpo de sanidad del ejército
para curar, salvar, librar de la muerte a los heridos y moribundos, aunque para
ello tuviese que arriesgar mi vida. Así lo hizo aquel heroico soldado adventista,
Desmond Doss que, durante la Segunda Guerra mundial, el 30 de abril de
1945, en Okinawa (Japón), rescató a 75 soldados heridos, siendo condecorado
al final de la contienda con la Medalla de Honor del Congreso por el presidente
de los Estados Unidos, Harry S. Truman.
No hace falta que haya guerra para que escuchemos también hoy silbar las
fuerzas del mal en torno nuestro. Nunca ese ruido siniestro, asesino, nos resultará
familiar, pero nosotros sabemos que nuestro Dios es refugio y escondedero
para aquellos que creen y confían en él.
Hoy puedes confiar en que hay un Dios en los cielos que te cuida y te libra
de peligros.