“Él respondió: ‘Oí tu voz en el huerto y tuve miedo,
porque estaba desnudo; por eso me escondí’ ”
(Génesis 3:10).
Ocurrió en el Edén, como un primer testimonio significativo de las consecuencias
del pecado, la palabra “miedo” apareció en el lenguaje y en la mente del hombre por primera vez para designar un sentimiento nuevo, extraño,
de inseguridad, de vulnerabilidad, de impotencia y desnudez interior; de
soledad, ante el alejamiento del Creador generado por la desobediencia. Habían
querido ser autónomos y, como consecuencia, sintieron el miedo provocado
por una nueva comprensión del Dios Creador. A partir de ese momento, el
imperio del miedo se estableció en este mundo. En aquellos albores de la vida
en la tierra, cuán significativo es el miedo de Caín, después de haber matado a
su hermano Abel y recibido la maldición divina, cuando expresa en su angustia
el temor de la culpabilidad: “Entonces Caín respondió a Jehová: ‘Grande es mi
culpa para ser soportada. Hoy me echas de la tierra, y habré de esconderme de
tu presencia, errante y extranjero en la tierra; y sucederá que cualquiera que me encuentre, me matará’ ” (Gén. 4:13, 14).
El miedo es una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño
real o imaginario”. El miedo genera ansiedad, inseguridad, temor e incluso pavor, como resultado de la percepción de algo que amenaza y altera la estabilidad personal. Los temores se pueden agudizar y crear estados de ansiedad que trastornan la vida y la vuelven poco apetecible.
Desde el punto de vista teológico, el miedo es una consecuencia –la primera–
de la separación de Dios motivada por el pecado. Es el resultado de la ruptura del vínculo de dependencia del hombre con el Dios creador. Dios creó un ser semejante a él, cuya subsistencia estaba garantizada por un vínculo de estrecha comunión. Los seres humanos fuimos creados de tal manera que nuestro bienestar y estabilidad emocional dependen necesariamente de nuestra
relación con Dios: la adoración, la confianza, el amor, la obediencia son la
condición de la vida plena del ser humano.
Soren Kierkegaard dice que la vida fuera de Dios está caracterizada por la
duda, la sensualidad, el temor o la desesperación. Lo opuesto es una relación
personal entre el hombre y Dios: “En el día que temo, yo en ti confío” (Sal.
56:3).
Porque hay un Dios en los cielos… él puede ayudarte a superar tus miedos.